Por Mario Sosa
En
Guatemala están discutiéndose reformas constitucionales acotadas al sistema de
justicia. En este marco, más que dudas sobre tales reformas, el Comité
Coordinador de Asociaciones Agrícolas, Comerciales, Industriales y Financieras
(Cacif) está haciendo avanzar una estrategia para vetar la posibilidad que se
democratice y resuelvan parte de los problemas nodales en el sistema de
justicia. En el fondo sus temores fundamentales parecieran ser dos: 1)
continuar perdiendo privilegios y condiciones de impunidad en sus dinámicas
empresariales históricamente ventajosas, y 2) que las resistencias sociales utilicen
los sistemas jurídicos de los pueblos indígenas –en caso de ser reconocidos
constitucionalmente– contra los proyectos extractivos, al punto de impedirlos.
Las
reformas constitucionales que hoy se encuentran en debate en el Congreso de la
República, fueron planteadas y promovidas por la Comisión Internacional Contra
la Impunidad en Guatemala (Cicig) –instancia de Naciones Unidas que realiza
investigación criminal– y el Ministerio Público principalmente. En un contexto ideológico
y político propicio, lograron que las presidencias de los organismos ejecutivo, legislativo y
judicial formalizaran su apoyo a regañadientes y que un conjunto de
fundaciones, oenegés y organizaciones sociales se vieran reflejadas en parte de
sus pretensiones de reforma y sumaran su apoyo. Estas reformas, influidas por
los planes de Estados Unidos, implementados por su embajada en el país, también
recibieron de esta el soporte discursivo, político y financiero, que no es cosa
menor siendo el imperio que condiciona o determina relaciones de poder principales
en el proceso local.
En
tanto, la representación empresarial y redes vinculadas a prácticas corruptas y
criminales en los tres organismos del Estado, fueron coincidiendo en una
estrategia de poder que los hizo coincidir en la elección actual de la junta
directiva del Congreso. Una vez instalados en el control de ese organismo,
desplegaron una estrategia de oposición a las reformas constitucionales, con el
objetivo de modificarlas, desvirtuarlas y finalmente vetarlas como pareciera
ser el objetivo estratégico.
Más
allá del ejercicio de poder que despliegan las redes de corrupción, mafiosas y
conservadoras en el Congreso, lo que resalta es la estrategia del principal partido
político de la oligarquía, el Cacif, a través del cual esta se abroga el
derecho para decidir por todos los guatemaltecos. Es sabido con bastedad cómo
históricamente han impuesto su visión del mundo y de la vida, su proyecto e
intereses de clase social. De hecho, las reformas políticas ocurridas en el
país, han sido posibles sólo cuando esta oligarquía y su representación
política han estado en su definición y delimitación. Esto se constata en el
proceso de redacción y aprobación de la Constitución Política vigente, en
sucesivas “reformas fiscales” y en las principales leyes ordinarias que nos rigen.
Cuando se han pretendido reformas que trastocan el régimen económico y político,
se han opuesto férreamente para garantizar su continuidad como el núcleo
principal de dominio y como los mayores beneficiados del modelo de acumulación
de capital imperante.
En
este marco, uno de los objetivos de ataque que impulsan contra la pretensión de
reformas constitucionales actualmente en debate, es la justa pretensión de
reconocimiento al pluralismo jurídico y a la jurisdicción de los sistemas de
justicia de los pueblos indígenas. Al respecto, en discursos oficiales como Cacif
y a través de su red de fundaciones, partidos políticos, grupos, redes,
intelectuales orgánicos y de los medios de difusión masiva, afirman que este
reconocimiento representaría “retroceso”, “incertidumbre”, “un intento de
dividirnos”, “desgobierno”, “conflicto”.
Continúan
–como lo han hecho siempre en la constitución política y a través del
imaginario dominante– imponiendo el
ostracismo a tales sistemas jurídicos. Para el efecto los califican como “costumbres”,
a los cuales “no puede otorgárseles estatus similar al del derecho estatal”. Han
llegado al extremo de la manipulación, al afirmar que el crimen organizado y el
narcotráfico estarían preparándose para nombrar autoridades indígenas con
funciones en dichos sistemas.
La
estrategia del Cacif, de sus aparatos e ideólogos fuera y dentro del Estado
exacerban un falso temor que se afinca
en el histórico racismo. Así, a través de subterfugios discursivos como el de
la unidad nacional –unidad por demás excluyente de lo indígena–, afirman que el
reconocimiento de los sistemas jurídicos indígenas es y será causa de división.
Asimismo, de subterfugios técnicos y procedimentales para que dichas reformas “se
construyan por consenso” y sean objeto de un “cuidadoso análisis técnico que
promueva el debate”, cuando ellos fueron parte de las discusiones que llevaron
a formular la propuesta que ingresó al Congreso y que ahora pretenden vetar.
El
temor del Cacif y el conjunto de aparatos e intelectuales conectados directa o
hegemónicamente con este, es la pérdida de control y dominio sobre un sistema
jurídico dominante, el llamado “estado de derecho”, definido y constituido por
su poder oligárquico, implementado por
las estructuras de un Estado configurado para garantizar sus intereses. A
partir de ahí, el fondo principal está en la aplicación de los sistemas
jurídicos de los pueblos indígenas y que estos constituyan un factor más para
frenar proyectos y actividades extractivas de su interés y del capital
transnacional.