Sin excepción
alguna, la especie humana es la única capaz de conocer, discernir y decidir
conscientemente. Es, de hecho, la
síntesis a través de la cual se ha llegado a tener conciencia de lo existente y
a potenciar esa síntesis al punto de llevarla a estadios de desarrollo
espiritual y material que, contradictoriamente, pueden manifestarse en la máxima
entrega por el Hermano al mismo tiempo que en las formas más extremas de asumirlo
como un objeto-mercancía, al punto de hacerle padecer las más horrendas
experiencias en lo individual y colectivo, al punto inclusive de pretender,
provocar y lograr su exterminio.
Eso somos como
humanidad. Sublime y cruel al mismo tiempo. En nombre de Dios, la civilización,
la democracia, el desarrollo y cualquiera otra invención e idea que se tenga al
respecto, podemos cometer los más crueles actos de genocidio y sostenemos los regímenes
y sistemas sociales más despóticos, represivos, enajenantes, expoliadores y
explotadores. Somos todavía la manifestación del salvajismo.
Y no obstante los
actos de amor y entrega por el prójimo, que también están inspirados en
múltiples y diversos ideales, lo predominante es lo más turbio de nuestra
especie. Como humanidad continuamos
afincados en los intereses de quienes históricamente han dominado en cada una
de las sociedades específicas y de quienes dominan en la aldea global. Y en
esta etapa de la histórica todos compartiendo una misma lógica: la capitalista,
el interés por acumular, enriquecerse y apoderarse incesantemente a costa de lo que sea,
inclusive de nuestros ideales, dioses… y de nosotros mismos.
Es por eso que la
vida misma hoy puede valer todo al mismo tiempo que nada. Hoy una vida puede ser la causa para entregar
la propia. Pero al mismo tiempo, puede y suele ser una simple mercancía y
objeto que se despoja sin el mínimo remordimiento.
Lo dominante es que
la madre naturaleza sea un simple recurso, pues -se justifica- finalmente no es parte de
nuestra especie. Un niño o una niña se venden y se compran, vivos o muertos,
siendo que a veces sólo interesa de éstos algún órgano para su intercambio. Una
niña puede ser objeto de codicia y compra para su uso y explotación sexual. Un
niño puede ser violado sin el más mínimo detenimiento moral, siendo que lo
importante es la satisfacción errada. Es indudable, somos una especie socialmente
enferma y tal parece que así seguimos construyéndonos. Y qué
decir de formas “menos extremas” como la enajenación que padece la clase
trabajadora o los millones de Hermanos y Hermanas que hoy se debaten entre el
desempleo, la marginación, la exclusión, la miseria, el hambre.
Se amenaza, se
tortura y mata a quien se opone a estas y otras formas de apropiación de la
naturaleza y la vida misma; y de esto sobran ejemplos a lo largo de la historia
y en el acontecer actual en Europa, África, Asia, Oceanía y América, o para no
pensar lejanamente, en nuestro país, estado, ciudad, municipio, pueblo, comunidad,
barrio.
Se hace la guerra y
se utilizan las armas más poderosas jamás inventadas. Se crean campos de
concentración –como Auschwitz-Birkenau y Guantánamo– los cuales en ocasiones suelen ser países y pueblos
enteros como sucede con el pueblo palestino. De hecho, existen industrias
altamente lucrativas dedicadas a perfeccionar los métodos, mecanismos y armas,
y existen políticas para hacerlas avanzar con los dineros inclusive de los pacifistas
más extremos que con sus votos renuevan gobiernos imperiales y con sus
impuestos financian guerras genocidas. Y es que en la mayor parte de casos –si no
todos– los Estados han sido creados, mantenidos y reproducidos para garantizar
estas formas de producción, apropiación y terror.
Existen asimismo
muchas instituciones sociales que acuerpan estas formas de dominio, opresión,
apropiación y terrorismo. En la familia, los hijos son objeto de apropiación antes que seres
a quienes se educa para la libertad, y se les instruye para reproducir lo
establecido, al punto de dar la vida bombardeando escuelas con bombas de racismo o con armas biológicas, todo por la supuesta libertad, democracia, civilización. En la iglesia, “el alma” puede
llegar a ser una mercancía: me apropio de las almas de los “fieles” para
extraer de ellos, con justificaciones divinas, los frutos del trabajo digno –desde
una gallina hasta una propiedad de gran valor– que va directo a los bolcillos
del pastor, guía, sacerdote, y su séquito, articulados como sagrada institución que, al mismo tiempo acompaña cruzadas y campañas de guerra, bendiciendo cómplicemente nuevos regímenes.
Pero no es
pesimismo lo que expreso. Creo que es una mirada objetiva, crítica y
esperanzada en que las ideas, ideales y acciones más sublimes que la humanidad
ha concretado, desde distintas fuentes (religiosas, políticas, humanistas), se
conviertan en dominantes y nos permitan instaurar sociedades, regímenes y
sistemas en los cuales la dignidad, la solidaridad, el amor sean el pan nuestro
de cada día. Sociedades, regímenes y sistemas en donde la producción se oriente a
la felicidad, donde gobernar sea para el bien común, donde predicar sea para
practicar. Donde la Humanidad llegue a estar tan orgullosa de sí misma, al
punto de presumir la erradicación del hambre y la miseria, de haber logrado
la paz, de haber instaurado la igualdad, la fraternidad y la libertad.
En este tiempo en que cerramos un ciclo de larga
duración con la conmemoración del Oxlaju B’aak’tun e iniciamos uno nuevo con
esperanzas renovadas, comparto estas reflexiones y me uno espiritualmente a las
mujeres y hombres de buena voluntad, con propósitos sublimes, con fuerte dósis de rebeldía y comprometidos a
cambiar este mundo. Deseo y aporto mi ser para que nuestros caminos se
encuentren en el esfuerzo por concebir y avanzar hacia una Humanidad cuyo carácter
sea radicalmente distinto al que hoy nos imponen los poderosos.
Por eso mi buen deseo para este nuevo ciclo se liga
a la consigna ¡Por una nueva Humanidad! y a mi compromiso por continuar
aportando en esa búsqueda ineludible. Estoy convencido que en ese camino nos encontraremos
fraternalmente.