Por
Mario Sosa
En los últimos tres lustros se ha incrementado la
resistencia social de comunidades, pueblos, organizaciones y movimientos
sociales a los proyectos extractivos mineros, hidroeléctricos, de palma
aceitera, caña de azúcar, banano, entre otros, que son expresión de un modelo
de acumulación, mal llamado de desarrollo.
Dicha resistencia es objeto de una política de
criminalización, en la cual se articulan empresas interesadas en mermar la
protesta contra la expansión e intensificación del extractivismo, el Estado que
facilita la acumulación de capital y un conjunto de aparatos ideológicos entre
los cuales se cuentan medios masivos de difusión, fundaciones, oenegés y operadores
políticos, judiciales y periodistas.
Como parte de la mascarada son contratados abogados
corporativos que accionan a partir de la fabricación de cargos criminales,
tales como: injuria, difamación, hurto, secuestro, intento de asesinato, hasta
acusaciones de terrorismo. Esto forma parte de procesos planificados de acusación
y persecución judicial, como también de acciones de intimidación y amenaza, represión
policial y militar, y no pocos atentados y ejecuciones extrajudiciales[1]. Así
se explica la persecución penal en contra de Daniel Pascual[2]
y el apresamiento político –camuflado de
judicial– de dirigentes sociales entre
los cuales están: Rigoberto
Juárez, Arturo Pablo, Ermitaño López, Rigoberto Patzán, Domingo Baltazar, Mynor López, Adalberto Villatoro, Chico
Palas, Alonzo de Jesús Torres, Valerio Carrillo y Jorge Lopez.[3]
El asesinato de Walter
Méndez, presidente de la Cooperativa La Lucha (Las Cruces,
Petén), ocurrido el 16 de marzo del presente año, y el de Diego Esteban, comunicador en la radio Sembrador y parte de la
lucha contra proyectos hidroeléctricos (Ixcán, El Quiché), sucedido el primero
de mayo, constituyen casos de ejecución extrajudicial con fuertes indicios de
ser resultado de esta política represiva. En todos los casos estamos ante la
criminalización y represión de defensores del derecho al agua, a la madre
tierra, al territorio, a la vida y a la libertad de expresión del pensamiento.
¿Qué evidencia la estrategia de criminalización y represión
contra la resistencia social al modelo de acumulación de capital? Evidencia un
Estado que penaliza el derecho a defender derechos reconocidos por la
Constitución Política y en convenios internacionales ratificados por Guatemala,
como el Convenio 169 de la OIT que faculta a los pueblos indígenas para decidir
sobre su propio desarrollo y sobre proyectos que pudieran afectarles, como los
mineros, hidroeléctricos, etc. Asimismo, la existencia de actores empresariales
y estatales que reprimen y criminalizan a luchadores y líderes sociales con el
objetivo de garantizar intereses de empresas locales y transnacionales. También
un Estado que, por acción y omisión, viola derechos humanos e incumple sus deberes
constitucionales para garantizar el bien común.
Ahora que se discuten reformas constitucionales en
materia de justicia –fundamentalmente de corte institucional–, la pregunta que surge es si estas
serán suficientes o se necesita un nuevo Estado. A la luz de las injusticias
que se plasman en la criminalización de la resistencia social, enraizadas en el
modelo de acumulación de capital, creo que se necesita un nuevo Estado que nos
garantice un modelo económico que priorice al ser humano y la madre tierra.
[1] Al menos 70 sindicalistas
fueron asesinados entre 2004 y 2013, algo que hace suponer una política contra
el sindicalismo y sus luchas. Red de
Defensores de Derechos Humanos de Guatemala. Informe anual sobre violencia antisindical en Guatemala2015,
(Guatemala: RDDHG, 2016).
[2] Véase Mario Sosa, “Daniel Pascual, perseguido
político en Guatemala”, Plaza Pública, 4 de mayo de 2016, acceso el 6 de mayo
de 2016, https://www.plazapublica.com.gt/content/daniel-pascual-perseguido-politico-en-guatemala.
[3]
En Huehuetenango se reportan diecinueve
defensores del territorio encarcelados injustamente entre el 2 de mayo de 2012 a la fecha.
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