Sin
duda alguna, el alzamiento militar encabezado por el Teniente Coronel Hugo
Chávez Frías, un 4 de febrero de 1992, constituye un hecho trascendente.
Trascendente porque quiebra el proceso venezolano y lo enrumba en una dirección
radicalmente distinta a aquella por la cual venía transcurriendo desde la firma
del Pacto del Punto Fijo (1958). Ese pacto, consistente en el acuerdo de los
partidos políticos del régimen: Acción Democrática (AD, socialdemócrata),
Comité de Organización Política Electoral Independiente (COPEI,
democrata-cristiano) y Unidad Republicana Democrática (URD, centro izquierda),
cerró el proceso político al imponer un marco constitucional y de derecho bajo
su control, a partir del cual co-gobernarían con base en un “programa de
gobierno mínimo común” que no era otra cosa que la aplicación de las políticas
gestadas desde la oligarquía local, la embajada estadounidense y los organismos
financieros internacionales, y que se tradujo en la aplicación del saqueo y el
expolio emanados de las políticas de ajuste estructural y neoliberales.
El hechos del 4 de febrero de 1992 fue la culminación de una etapa que venían
gestando militares nacionalistas y revolucionarios, quienes desde el interior
de las fuerzas armadas fueron articulando un movimiento político, en alianza
con algunas organizaciones de carácter cívico. Este fue el punto de partida de
un proceso que, con el liderazgo de Hugo Chávez Frías y la organización de una
nueva fuerza política, el Movimiento Quinta República (MVR), pasa a una etapa
sustancialmente superior con el triunfo electoral de 1998, cuyo acceso al
control del gobierno abrió la posibilidad de iniciar la transformación del
Estado y la sociedad venezolana.
Pero
cuál era el contexto de ese hecho. Al respecto apuntaré algunos aspectos que me
parecen relevantes.
La
insurrección del 4 de febrero ocurre pocos años después de la caída del
simbólico Muro de Berlín y el resquebrajamiento de la Unión de Repúblicas
Socialistas Soviéticas (URSS), con lo cual el Socialismo como proyecto
histórico y como corriente política habría de experimentar uno de sus
principales reveces. De hecho, se iniciaba un proceso de retraimiento y abandono
ideológico, político y militar por organizaciones y partidos que pretendieron
impulsarlo por distintas vías. En esas circunstancias, que fueron
particularmente vividas en América Latina y en Guatemala, no esperábamos un
movimiento político que, como sucedió poco tiempo después, se declaraba
socialista.
Ese
hecho ocurre, asimismo, en un momento histórico de América Latina, en el cual
era hegemónico el neoliberalismo y los planes imperiales de Estados Unidos
avanzaban a paso firme, con la complicidad sumisa de las oligarquías locales.
Esto no obstante las resistencias sociales y políticas, como la representada en
el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) que se revela por la vía
armada en 1994, justo al momento de entrada en vigencia del Tratado de Libre
Comercio firmado entre Estados Unidos (EEUU), Canadá y México, una modalidad de
tratados que contienen políticas orientadas a imponer encadenamientos
productivos, comerciales y legales para nuestros pueblos y Estados
latinoamericanos. No obstante la pervivencia de la experiencia socialista
cubana.
En
particular, en Guatemala se sucedían dinámicas importantes. Una de ellas, la
más relevante, era la conversión de un movimiento revolucionario en armas que,
enrumbado en la búsqueda de la firma de acuerdos de paz como salida a la
derrota militar, se convertiría en partido político institucional e
institucionalista, interesado en la Agenda de los Acuerdos de Paz antes que en
continuar la lucha revolucionaria por otras vías. En tanto esto sucedía, la fragmentación
de los movimientos sociales se acentuaba y se profundizaba el distanciamiento
entre las expresiones políticas y sociales que, en buena medida, antes formaban
parte de una búsqueda y conducción política común. Estos y otros factores,
hacían muy difícil la gestación de una nueva etapa de lucha revolucionaria o el
enfrentamiento exitoso de las políticas neoliberales que se profundizaron justo
después de la firma de la paz en 1996.
Vale
decir que en Guatemala, las fuerzas democráticas y de izquierda en general –en
la inmediatez– vimos la insurrección cívico militar de 1992 en Venezuela como
un nuevo alzamiento militar, otro Golpe de Estado que se sucedía en América
Latina, otro régimen militar que intentaba sustituir a un gobierno que
resultaba insostenible para dar continuidad y hacer “gobernable” un país objeto
de la aplicación de las políticas neoliberales. Es indudable que nuestro
desconocimiento del carácter de dicha insurrección nos hacía perder de vista
sus motivaciones reales, las cuales logramos constatar posteriormente. En
específico, su motivación para: A) Quebrar el Pacto del Punto Fijo; B)
Enfrentar las políticas de ajuste estructural y neoliberales que habían
empobrecido aun más al pueblo venezolano y cuya consecuencia tuvo como momento
cúspide tanto la rebelión popular como la represión de Estado, momento conocido
como el Caracazo (febrero de 1989); C) El derrocamiento de la corrupción y las
políticas antipopulares que desde sucesivos gobiernos, habían impulsado en
función de los intereses oligárquicos locales y sumisos a los designios de EEUU
y los organismos financieros internacionales; D) Erradicar el carácter servil y
corrupto que igualmente dominaba al interior de las fuerzas armadas
venezolanas; E) Recuperar los objetivos del pensamiento y la praxis
bolivariana, que se veían como metas inconclusas en los albores del siglo XX,
es decir, lograr la verdadera independencia de América Latina y construir la
Patria Grande que guió la lucha de libertador Simón Bolívar.
Y
cuáles fueron las implicaciones de esa insurrección histórica, encabezada por
el Comandante Hugo Chavez Frías.
Como
ya se afirmó, dicha insurrección fue el inicio de un punto de inflexión, que en
Venezuela caminó por la conversión del líder de la insurrección en líder de la
oposición popular, democrática y revolucionaria. Fue el inicio de un proceso de
maduraciones que convierten al movimiento de la insurrección en un movimiento
anti oligárquico, y sucesivamente en un movimiento anti imperialista y
socialista. Fue el inicio de un conjunto de victorias y transformaciones
políticas (como la Nueva Constitución Bolivariana, la gestación de una
república soberana, digna y solidaria, la transformación del ejército),
ideológicas (la recreación del ideal socialista enriquecido con el ideario
bolivariano), sociales (la gestación de un amplio y heterogéneo movimiento
político, asentado en la base de la sociedad venezolana) y económicas (desde
nacionalizaciones hasta la recuperación de la soberanía económica) en la ahora
República Bolivariana de Venezuela.
No
obstante su carácter de insurrección militar y su fracaso inmediato en 1992, el
hecho abrió la posibilidad histórica para la gestación de una vía política para
la toma del poder, una vía distinta a la implementada por los movimientos revolucionarios
de América Latina durante la segunda mitad del siglo XX.
Esta vía fue la electoral, como elección, como referéndum continuo, donde el
protagonista colectivo, el pueblo venezolano, le fue dando al nuevo proyecto y
su conducción política la legitimidad y la fuerza para sostenerse y avanzar en
los cambios que se fueron concretando. Fue, además, la vía democrática para
enfrentar a la oligarquía y sus distintas intentonas golpistas, como el Golpe
de Estado del 2002, el sabotaje a PDVSA que se extendió hasta el 2003, y el
actual intento por derrocar al gobierno legítimo de Nicolás Maduro.
Las
implicaciones de la insurrección y lo que desata como proceso, tuvo además
implicaciones históricas para el Estado venezolano. Con una Constitución
Bolivariana profundamente democrática, se gesta un Estado soberano, que
recupera el sentido de lo público, del bien común, que sustrae al Estado del
control las organizaciones financieras internacionales como el Banco Mundial,
el Fondo Monetario Internacional, de la oligarquía local y sus oficinas
corporativas, y del control que ejercía EEUU sobre la política del Estado
venezolano en general, tal el caso de la política petrolera.
Lo
anterior fue esencial para que Venezuela empezara un camino de recuperación de
sus bienes naturales y de desarrollo de sus fuerzas productivas, a través de
políticas de nacionalización, transformación agraria, industrialización. Y, con
ello, a salir de los flagelos de la pobreza y desigualdad. En este sentido es
necesario recordar que en el primer semestre de 1997, durante el gobierno
neoliberal de Rafael Caldera (último gobierno representativo del Pacto de Punto
Fijo), la pobreza era de 55,6% y la pobreza extrema de 25,5%. El nuevo régimen
bolivariano hizo descender esos indicadores al punto de bajar la pobreza al
26,5% y la extrema pobreza al 7% para el año 2011. Más allá, un año después, la
pobreza se había reducido al 23,9%. Asimismo, hoy se sitúa como el país menos
desigual de América Latina, con un coeficiente de Gini que se ubica en 0,39, diez
dígitos menos que en 1997.
La
insurrección de febrero de 1992, además, fue el inicio de un punto de inflexión
en América Latina, siendo que dicho proceso confluye con otros que venían
gestándose con sus propias dinámicas y liderazgos, como en Bolivia y Ecuador.
Sin duda, aporta elementos de primer orden, como la recuperación recreada del
pensamiento revolucionario bolivariano, sabiendo interpretar las tareas
pendientes y gestando aplicaciones coherentes al momento, al contexto, al
proceso que habría de enfrentar. El pensamiento bolivariano y socialista
venezolano, así recreado, vino a enriquecer la matriz identitaria e ideológica
de los movimientos revolucionarios en América Latina.
Históricamente,
dicha insurrección ha tenido, asimismo, implicaciones en la expansión del
proceso de rebeldía, insumisión e insurrección política que América Latina ha
vivido durante las últimas dos décadas. El liderazgo del Comandante Hubo
Chávez, como el de Fidel Castro Rus, ha sido fundamental en la gestación de un
nuevo bloque de poder latinoamericano, que hoy transcurre con la Alianza
Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA), la Unión de Naciones
Suramericanas (UNASUR) y la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños
(CELAC). Con esto se ha logrado mermar sustancialmente la hegemonía de EEUU y
la Organización de Estados Americanos (OEA) ha recibido un duro golpe como
organismo al servicio de los mandatos del imperio. Desde esta iniciativa,
además, se han logrado gestar varias derrotas al imperio, la más significativa
quizá está representada en el Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA),
proyecto expansionista más grande de EEUU, que pudo haber sumido a América
Latina en la absoluta dependencia y dominio neocolonial. Además, como ha dicho
Atilio Borón, el protagonismo del Comandante Hugo Chávez fue esencial para
reconfigurar el mapa político de América Latina a partir de promover y hacer
avanzar la unidad latinoamericana.
Los
héroes bolivarianos que protagonizaron la insurrección armada en 1992, encabezados
por su Comandante Hugo Chávez, nos enseñaron que para gestar una correlación de
fuerzas distinta, se necesita una acción política trascendente capaz de
articular política e ideológicamente hacia un mismo sendero revolucionario. Esa
insurrección nos legó, además, a un político y una forma de hacer política sin
tapujos, nombrando las cosas como son (“Aquí huele a azufre” como metáfora de
política insumisa al imperio), sin las mediaciones de una diplomacia burguesa
que se escondía y se esconde en lo políticamente correcto, que al final de
cuentas es la obediencia al imperio y al capital. Nos legó un político y una
política que se orienta a construir una cultura política popular, asentada en
las causas de las grandes mayorías, en la democracia participativa, en los
consejos populares, en la movilización social protagónica, en el sujeto pueblo.
Desde
1992, Hugo Chávez se convirtió en el fantasma que recorre América Latina, en el
antagónico político, ideológico y económico de las oligarquías, de las burguesías,
de los sistemas políticos del statu quo, e inclusive, de los partidos y
organizaciones de izquierda acomodadas, desesperanzadas, proclives a volver los
partidos comunistas en socialdemócratas, cuando no a su liquidación, y a los
socialdemócratas en neoliberales o simplemente en marginales e inofensivos.
Sin
duda, el proceso iniciado con la insurrección de 1992, que ha tenido
fundamentales aciertos, aunque también errores y contradicciones –como lo han
reconocido sus propios líderes–, seguirá nutriendo los procesos revolucionarios
en América Latina, y su líder histórico, Hugo Chavez Frías, seguirá inspirando
a movimientos y fuerzas políticas que propugnan por construir el Socialismo,
que buscan derrotar al imperialismo (como fase capitalista y como ejercicio de
poder del imperio estadounidense), por erradicar la desigualdad y el hambre que
padecen nuestros pueblos.
Estamos
a un año de la desaparición física del Comandante de la insurrección de 1992 en
Venezuela. Y no obstante, podemos afirmar, que su legado es un ideal que
recorre América Latina, y la seguirá recorriendo por muchos, muchos años. Es el
ideal de Hugo Chávez Frías, cuyo comienzo histórico es –con precisión– la
insurrección de 1992. Su entrega heroica y solidaria hasta sus últimas consecuencias,
hace que Hugo Chávez Frías continúe vivo en la lucha de pueblo bolivariano de
Venezuela, que enfrenta una nueva arremetida del imperialismo y de la burguesía
local y regional.
En
conclusión, la insurrección de 1992 es, sin duda, un hecho histórico cuyas
consecuencias aún se gestan en Venezuela y en América Latina, en la búsqueda
por lograr la justicia plena, la dignidad y la soberanía de nuestros pueblos,
por lograr la verdadera independencia de Nuestra América en palabras de José
Martí y por construir la Patria Grande que soñó con lucidez Simón Bolívar.
Esta es una versión corregida y ampliada de mi ponencia al
foro convocado por la Embajada de la República Bolivariana de Venezuela para
analizar este hecho histórico, realizado el 12 de febrero de 2014 en ciudad de
Guatemala.