Por
Mario Sosa
A quienes basan su pensamiento en la
certeza de lo simple y, además, de lo inmutable les resulta complejo pensar en
un régimen político que trascienda las normas, valores, actores e instituciones
legados por el liberalismo —el más conservador, por cierto— como fuente desde
la cual se instituyó en la Constitución Política de 1985.
Dicha constitución ha sido vehículo
para la continuidad de un Estado-nación pensado desde élites de poder, cuyo
paradigma está afincado en un modelo de comunidad homogénea inexistente y que
se impone a través de un apartheid de
carácter étnico y clasista sutil, cuando no represivo.
Ese pensamiento simple y estrecho no
permite sino concebir como sujeto de la democracia al ciudadano, sinónimo de
individuo individualizado, así como las formas de representación política y de
cambio de autoridad correspondientes a las figuras fetichizadas del partido
político y a las competencias electorales de mercado —en sentido de transa política
y financiera—. Ese pensamiento oculta que tales definiciones, en su concreción,
han sido objeto de captura por élites de poder que, al hacer fraudulenta la
competencia y convertir el partido en simple empresa electoral, tienden a negar
los derechos del ciudadano al que dicen representar y suplantan al pueblo en
tanto poder soberano.
Mucho más complicado resulta para quien
piensa desde esa cerrazón que el Estado pueda ser rediseñado en su normativa,
institucionalidad y políticas de modo que garantice bienestar y felicidad a las
grandes mayorías de tal ciudadanía. Por ejemplo, rechazan de tajo el
reconocimiento de fuentes diferentes de derecho, de formas asamblearias de toma
de decisiones y elección de autoridades locales y regionales, de una nueva división
política administrativa y del traslado de competencias a nuevos ámbitos
políticos a escala local y regional. Más allá, tales propuestas son señaladas
de ser un atentado contra el orden constitucional, contra la «unidad nacional»,
y una intentona secesionista.
Ese pensamiento, creyéndose moderno
(una modernidad por demás occidental, colonial, cientificista), está
cuasipetrificado en el tiempo por aquellos que, manteniendo capturado el
Estado, imponen sus intereses, identidades e ideologías, así como por aquellos
intelectuales y centros de reproducción del pensamiento hegemónico que se
niegan en general a los más mínimos movimientos más allá de sus concepciones,
con lo cual, a lo sumo, logran pensar en reformas que gestan cambios para que
nada —en esencia— cambie mientras estrechan filas para negar las más mínimas
reformas democráticas. Todo ello, para garantizar su condición de grupos
privilegiados, hegemónicos, dominantes.
Es en estas élites (y en el pensamiento
que reproducen por convicción y conveniencia) donde se encuentran los nudos
históricos que impiden pensar un nuevo Estado que, basado en una comunidad
política reconceptualizada como de unidad en la diversidad de pueblos y
sectores diferenciados, reconozca que la ciudadanía trasciende al individuo,
quien, no obstante, se potencia en sus derechos y realizaciones en el marco de
su comunidad y colectividad de identidad y pertenencia. Una unidad sobre nuevas
bases que fortalecerían la nacionalidad, el Estado compartido y, por
consiguiente, la soberanía como sustento para enfrentar poderes internos y
externos que lo mantienen secuestrado.
En el mismo sentido, un nuevo régimen
político donde se reconozca y potencie la complementariedad de diversos
sistemas jurídicos en dirección a garantizarnos el goce de derechos y el
ejercicio de justicia reparativa, y no solo punitiva. Un régimen donde puedan
combinarse las instituciones partidarias y las elecciones como las conocemos
con otras formas de consulta, decisión y representación política de pueblos y sectores
sociales representativos. Que también reconozca ámbitos de autonomía o
autogobierno para el ejercicio de derechos colectivos, en los cuales se asignen
constitucionalmente competencias para el desarrollo de políticas basadas en
variables étnicas y territoriales.
Pero, claro, pensar en esta alternativa
implica dejar de lado el pensamiento simple, estrecho y petrificado en una idea
única de derecho, que niega la configuración de la sociedad, el territorio y
otras fuentes (sociales, culturales, políticas y jurídicas) para un cambio en
el ordenamiento jurídico y en el sistema político que nos permita la
construcción de una casa común —hasta ahora inexistente— y la igualdad y el
bienestar en la diversidad para todos los seres humanos que coexistimos en este
importante e insignificante espacio y momento del universo.
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